Influencias

martes, 16 de agosto de 2005

JULIEN QUENTIN

La elegante señora Quentin fue a la parisina estación de trenes a dejar a sus dos únicos hijos. Comenzaba el año escolar 1944 – 1945 y FranÇoise, de 17 años fumaba cigarrillos hechos con hojas de choclo; mientras la mente de Julien, de 14 viajaba a través de las verdes praderas y las blancas nubes que rodeaban el crepúsculo.

El tren se detuvo y una manada de muchachos uniformados seguían las indicaciones del Padre Michel, el director del colegio, que guiaba a los niños con un silbato. Como todos los años, entraron corriendo al dormitorio, donde hacían guerras de caballeros de la mesa redonda sobre los colchones, donde Negus tenía un ratón por mascota escondido en su casillero y donde también Lagard escondía comida bajo la almohada. De pronto el escándalo es interrumpido por la llegada de Antoine, el seminarista ayudante del padre Michel, quien lleva del brazo a un niño flaco, pálido, con el pelo oscuro y crespo, que llevaba una maleta desvencijada en la mano. Su nombre era Jean Bonnet.

Jean ocupó la cama contigua a la de Julien, después de que todos sus compañeros lo recibieran con sobrenombres, burlas y uno que otro golpe por ser el nuevo. Las luces se apagaban a las nueve, pero había algo que no dejaba dormir a Julien: la linterna de Jean. Este era un gran lector y llevaba consigo una prolífica colección de libros prohibidos por la Iglesia Católica escondidos en una maleta debajo de la cama, como “Las mil y una noches”. Con el tiempo Jean se vio obligado a leer todas las noches frente a todos sus compañeros, después del apagón.

En clases, al gordo Lagard le daba náuseas viendo como Julien se hacía heridas en la mano con un compás, mientras el decrépito profesor de geometría preguntaba acerca de áreas y perímetros que a nadie le importaban. Había algo más interesante que toda la abstracción entregada por los profesores. Era algo que se desplazaba con la espesa neblina de las mañanas.

Todas los días tenían que soportar la asquerosa comida de la inmensa señora Perrin, además de las peleas que tenía con su ayudante Joseph, el cual salía en las mañanas al patio más oculto del colegio para alimentar a los cerdos y agilizar la economía a través del mercado negro entre los estudiantes, traficando mermeladas y estampillas.

Los domingos eran obligados a ir a misa en latín, sin haber comido absolutamente nada, debido a lo cual Lagard se desmayaba todos los domingos. La segunda guerra mundial seguía su curso, y los ataques aéreos comenzaban a caer sobre Francia y cada cierto tiempo todos debían esconderse en un refugio subterráneo donde rezaban el padre nuestro y el ave María como si fuera el fin del mundo.

Un día, estando todos en clases de geografía, ingresó un hombre alto y rubio, acompañado de dos soldados alemanes. Se llevaron a Jean Bonnet, que en realidad se llamaba Jean Kasovitz y era judío. También se llevaron al padre Michel por esconderlo en el colegio.

Se reunieron todos en el patio con sus maletas, los enviaban a casa. Cuando los soldados de la GESTAPO se llevaron a los prisioneros, los niños exclamaban uno a uno

- ¡Adiós padre Michel!
- ¡Adiós niños, que Dios los bendiga!

Jean Kasovitz y el padre Michel murieron en Auschwitz en Enero de 1945. Pero la imagen de Jean y del cura quedó grabada para siempre en las pupilas tristes, profundas y oscuras de Julien Quentin.

lunes, 15 de agosto de 2005

ERRANTE (Prisioneros de la Piel - La Ley.mp3)


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No se donde estoy, y la verdad es que no importa donde esté, mientras el viento norte me indique el camino a nuestra plaza. Sentarme en nuestra banca, la que se llena de polvo igual que mi corazón y mi memoria, la cual ya no puede hacer un bosquejo de tu cara.

Vago por las calles del cielo, donde soy la oveja negra de una familia donde todos son lobos con piel de oveja y todos formamos el rebaño de Dios, el que siempre está muy ocupado en su oficina cuando más lo necesito, porque para él no soy más que una aguja en un pajar insignificante. Dónde estaba cuando le pedí que me llevara???, pero el siempre ignora mis súplicas. No es irónico que el ser más supremo del universo se comporte como el peor de los padres???

Recorro los bares, donde erramos nosotros, la escoria de la sociedad. Bebo con indigentes y fumo con las prostitutas, las que me roban el alma enferma maquillandome como un payaso. Bailo entre los bares con los huérfanos de la calle. Porque somos los olvidados, los fantasmas de hombres y mujeres que nadie quiere en su vida.

El vodka ingresa a mis venas dándome vida, dándome color para dejar de ser un retrato en sepia. Haciendome más interesante y más entretenida. Vaciando mi corazón haciéndolo más ligero para poder levantarme todos los días, esperando que venga el viento norte y me indique un milagro.


sábado, 13 de agosto de 2005

VISUALISA (ME ARRENDÉ - LOS TRES.MP3)


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El viento azota su cabello que tiene el color de la sangre y el aroma del mar. Bajó del bus sin saber donde dirigir sus pasos. Joy Division hace de las suyas en sus audífonos. Retira su bolso, se lo puso al hombro y lanzó un suspiro largo.

Es un terminal de pueblo, rodeado de árboles, principalmente pinos. La pista a la que llegan los buses es de tierra y con suerte hay un telefono público con dial que todavía dice "CTC".

Se dirigió a una pensión cerca del centro, después de caminar cuesta abajo y preguntar en los negocios. Las calles son en bajada hacia la playa y están llenas de hoyos, no es año de elecciones municipales.

La ventana de la pieza que arrendó daba hacia el este, aparte de los techos de las casas, también se veían los bosques del cerro. Sobre la cama deja el diario que venía leyendo desde Santiago, donde un menor de 13 años fue baleado en su colegio. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando recordó que su único hermano murió mas o menos a la misma edad, en una pelea entre punks y neonazis, su hermano pertenecía al grupo de los punks. Un "pelao" lo atacó en el baño del liceo con un cortaplumas. Un hiphopero se metió a defenderlo, pero terminó con heridas de gravedad y con peligro de muerte en el hospital. Entre ella y su hermano hubo 5 minutos de diferencia y no se parecían en nada.

Se subió el chaleco para mirar la herida recién cicatrizada de su abdomen. Le llegó una bala mientras hacía la práctica en la sección policial de un diario sensacionalista. "Cicatriz de guerra", se dijo a sí mima frente al espejo de cuerpo entero del ropero.

La señora Juanita tenía la mesa puesta y los porotos graneados humeantes en los platos de greda, pero Eleanor Rigby bajó la escalera sin apetito, ignorando al televisor en blanco y negro del que salían las noticias de la red O'Higgins de TVN, y por alguna maldita razón el día estaba triste.

Había neblina, la playa estaba desierta, pues no se veía nada, ni siquiera a Paulina Nin dando autógrafos que nadie le pide. La arena grisácea era como una mujer ultrajada; llena de botellas, bolsas plásticas, bosta de caballo, condones usados, escombros y cuanta porquería se me pueda pasar por la cabeza, al menos en ese sector donde no concurre mucha gente ni en invierno, ni en verano.

Eleanor considera que nunca debieron mudarse a Santiago, si se hubiesen quedado en San Fernando, tal vez su hermano Martín todavía estaría vivo, habría logrado sacar cuarto medio y estudiar psicología para ayudar a otros jóvenes a salir de la pasta base, seguiría tocando batería en el cuarto de atrás para no molestar a las viejas pirulas de la casa vecina, los sábados el cordel del patio se llenaría de ropa negra recién lavada, Eleanor podría escuchar a los Clash, La Polla Records o a los Sex Pistols sin sentir una pena inconsolable.

Hizo parar un auto a la salida del pueblo. Paró una camioneta llena de mujeres con niños revoltosos y hombres borrachos. A la altura de Halcones el paisaje boscoso dio paso a las viñas en ambos lados del camino, donde absolutamente todo es propiedad privada y debemos conformarnos con mirar.

Cuando la camioneta llegó a Sta Cruz, Eleanor se bajó en la calle de la Penitenciaría, curiosamente al frente de la Iglesia Adventista y hacia el norte se encuentra la casona vieja donde funciona el registro civil, todo en la misma plaza de las palmeras, donde pasó su primera infancia con Martín.

Recorrió el centro, comió hamburguesas, visitó los nuevos supermercados y los de siempre, buscó a viejos amigos, pero ya nadie vivía en el mismo lugar. Se hizo de noche y caminó por la carretera que lleva a Bucalemu. Llegó al mirador del cerro de la virgen y se sentó en un banco a mirar el cielo, sólo se ven las luces de la emergente ciudad; aparte de eso, con la oscuridad el paisaje era una gran nada.

De la boca de Eleanor salía vapor, había dos grados bajo cero y eran las doce de la noche. Repentinamente el cielo se despejó y las estrellas comenzaron a salir una a una. Recordó cuando tenía cinco años y Martín decía que le gustaban las estrellas porque eran brillantes y pensaba que algún día podría tomarlas entre sus manitas.

Una mano se posó en su hombro, era un hombre de unos 30 años, vestido de negro, se presentó como mensajero de alguien que no se olvidó de ella. Le dijo que Martín está bien, preocupado por su hermana que siempre anda tentando a la muerte. Mandaba a decir que ya llegará el día en el que se vuelvan a ver, pero que todavía no es el momento.

Al amanecer salió el sol como nunca antes lo vio Eleanor en su vida. Se devolvió a la playa a retirar sus cosas, volvió a Santiago y trabajó. Con los años se casó y formó una familia. Al menor de sus hijos le puso Martín. Es punk y toca batería.