Influencias

sábado, 13 de agosto de 2005

VISUALISA (ME ARRENDÉ - LOS TRES.MP3)


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El viento azota su cabello que tiene el color de la sangre y el aroma del mar. Bajó del bus sin saber donde dirigir sus pasos. Joy Division hace de las suyas en sus audífonos. Retira su bolso, se lo puso al hombro y lanzó un suspiro largo.

Es un terminal de pueblo, rodeado de árboles, principalmente pinos. La pista a la que llegan los buses es de tierra y con suerte hay un telefono público con dial que todavía dice "CTC".

Se dirigió a una pensión cerca del centro, después de caminar cuesta abajo y preguntar en los negocios. Las calles son en bajada hacia la playa y están llenas de hoyos, no es año de elecciones municipales.

La ventana de la pieza que arrendó daba hacia el este, aparte de los techos de las casas, también se veían los bosques del cerro. Sobre la cama deja el diario que venía leyendo desde Santiago, donde un menor de 13 años fue baleado en su colegio. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando recordó que su único hermano murió mas o menos a la misma edad, en una pelea entre punks y neonazis, su hermano pertenecía al grupo de los punks. Un "pelao" lo atacó en el baño del liceo con un cortaplumas. Un hiphopero se metió a defenderlo, pero terminó con heridas de gravedad y con peligro de muerte en el hospital. Entre ella y su hermano hubo 5 minutos de diferencia y no se parecían en nada.

Se subió el chaleco para mirar la herida recién cicatrizada de su abdomen. Le llegó una bala mientras hacía la práctica en la sección policial de un diario sensacionalista. "Cicatriz de guerra", se dijo a sí mima frente al espejo de cuerpo entero del ropero.

La señora Juanita tenía la mesa puesta y los porotos graneados humeantes en los platos de greda, pero Eleanor Rigby bajó la escalera sin apetito, ignorando al televisor en blanco y negro del que salían las noticias de la red O'Higgins de TVN, y por alguna maldita razón el día estaba triste.

Había neblina, la playa estaba desierta, pues no se veía nada, ni siquiera a Paulina Nin dando autógrafos que nadie le pide. La arena grisácea era como una mujer ultrajada; llena de botellas, bolsas plásticas, bosta de caballo, condones usados, escombros y cuanta porquería se me pueda pasar por la cabeza, al menos en ese sector donde no concurre mucha gente ni en invierno, ni en verano.

Eleanor considera que nunca debieron mudarse a Santiago, si se hubiesen quedado en San Fernando, tal vez su hermano Martín todavía estaría vivo, habría logrado sacar cuarto medio y estudiar psicología para ayudar a otros jóvenes a salir de la pasta base, seguiría tocando batería en el cuarto de atrás para no molestar a las viejas pirulas de la casa vecina, los sábados el cordel del patio se llenaría de ropa negra recién lavada, Eleanor podría escuchar a los Clash, La Polla Records o a los Sex Pistols sin sentir una pena inconsolable.

Hizo parar un auto a la salida del pueblo. Paró una camioneta llena de mujeres con niños revoltosos y hombres borrachos. A la altura de Halcones el paisaje boscoso dio paso a las viñas en ambos lados del camino, donde absolutamente todo es propiedad privada y debemos conformarnos con mirar.

Cuando la camioneta llegó a Sta Cruz, Eleanor se bajó en la calle de la Penitenciaría, curiosamente al frente de la Iglesia Adventista y hacia el norte se encuentra la casona vieja donde funciona el registro civil, todo en la misma plaza de las palmeras, donde pasó su primera infancia con Martín.

Recorrió el centro, comió hamburguesas, visitó los nuevos supermercados y los de siempre, buscó a viejos amigos, pero ya nadie vivía en el mismo lugar. Se hizo de noche y caminó por la carretera que lleva a Bucalemu. Llegó al mirador del cerro de la virgen y se sentó en un banco a mirar el cielo, sólo se ven las luces de la emergente ciudad; aparte de eso, con la oscuridad el paisaje era una gran nada.

De la boca de Eleanor salía vapor, había dos grados bajo cero y eran las doce de la noche. Repentinamente el cielo se despejó y las estrellas comenzaron a salir una a una. Recordó cuando tenía cinco años y Martín decía que le gustaban las estrellas porque eran brillantes y pensaba que algún día podría tomarlas entre sus manitas.

Una mano se posó en su hombro, era un hombre de unos 30 años, vestido de negro, se presentó como mensajero de alguien que no se olvidó de ella. Le dijo que Martín está bien, preocupado por su hermana que siempre anda tentando a la muerte. Mandaba a decir que ya llegará el día en el que se vuelvan a ver, pero que todavía no es el momento.

Al amanecer salió el sol como nunca antes lo vio Eleanor en su vida. Se devolvió a la playa a retirar sus cosas, volvió a Santiago y trabajó. Con los años se casó y formó una familia. Al menor de sus hijos le puso Martín. Es punk y toca batería.

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